En un pequeño pueblo lleno de magia y color, existía una tradición muy especial que ocurría cada año en la noche de los deseos. Era un momento mágico en el que todos los habitantes tenían la oportunidad de pedir un deseo al cielo, sabiendo que este se cumpliría antes de que saliera el sol. Sin embargo, había una regla importante: los deseos debían ser ridículos, extravagantes y llenos de humor.
El cuento de los deseos ridículos
Inicio de la historia
En el pueblo de Fantasía, vivía una niña llamada Luna que siempre soñaba con volar como los pájaros. La noche de los deseos, Luna decidió pedir algo realmente ridículo: quería tener alas brillantes como las de un hada para volar por encima de las nubes y visitar las estrellas.
Por otro lado, estaba Pablo, un joven granjero que ansiaba que sus cultivos crecieran más rápido. Sus amigos se burlaban de él por querer un deseo tan absurdo, pero Pablo estaba decidido. Pediría a los cielos que sus plantas crecieran tan rápido que pudiera cosechar frutas gigantes al amanecer.
Además, en la cabaña más alejada del bosque vivía el anciano Martín, un inventor excéntrico que había creado un reloj que marcaba las horas al revés. Martín decidió que en esa noche especial, pediría que su reloj se detuviera por completo para que el tiempo no tuviera poder sobre él.
Trama de la historia
Luna observó maravillada cómo unas delicadas alas plateadas brotaban de su espalda, brillando con la luz de las estrellas. Sin dudarlo, salió corriendo al jardín y saltó con todas sus fuerzas, elevándose en el aire con la gracia de un colibrí.
Pablo no podía creer la vista que se le presentaba al despertar. Sus campos estaban cubiertos de frutas gigantes que se balanceaban con el viento de la madrugada. Rápidamente, reunió a sus amigos para compartir la inmensa variedad de manzanas, peras y sandías que habían crecido en unas pocas horas.
El anciano Martín sonrió al ver que su reloj, en lugar de detenerse, comenzaba a avanzar en reversa. Sin embargo, algo inesperado sucedió: al girar las manecillas al revés, el tiempo en el pueblo se ralentizó de una forma asombrosa. Las gotas de lluvia caían con gracia en cámara lenta, y los niños reían mientras intentaban atraparlas en el aire.
Desenlace de la historia
Luna descubrió que las alas, además de permitirle volar, le otorgaban el don de escuchar los susurros del viento y comprender el lenguaje de las estrellas. Desde ese día, se convirtió en la mensajera de los deseos de todos los habitantes del pueblo, llevando sus anhelos a los confines del cielo.
Pablo decidió abrir sus campos a todos los niños del pueblo, permitiéndoles disfrutar de las frutas gigantes y compartir su alegría en una gran fiesta. Los cestos se llenaron de manzanas y risas, creando recuerdos que perdurarían por generaciones.
Por su parte, el anciano Martín comprendió que detener el tiempo no era la respuesta, sino disfrutar cada momento que este le regalaba. A medida que las estaciones pasaban, el reloj marcaba el ritmo de la vida en el pueblo, recordándoles a todos que los deseos ridículos podían traer las mayores lecciones.